Durante cien años, Atenas fue una ciudad en la que las grandes fuerzas espirituales que había en la mente de los hombres fluyeron juntas en paz; la ley y la libertad, la verdad y la religión, la belleza y la bondad, lo objetivo y lo subjetivo: hubo una tregua en su eterna guerra, y sus resultados fueron el equilibrio y la claridad, la armonía y la plenitud, lo que ha llegado a representar la palabra griego. Vieron ambos lados de la paradoja de la verdad, sin dar predominio a ninguno de ellos, y en todo el arte griego hay una ausencia de lucha, un poder reconciliador, algo apacible y sereno que el mundo no ha vuelto a ver desde entonces.
Edith Hamilton, El camino de los griegos, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002
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